Como los dinosaurios

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Por Lancelot Lhin

   ¿ Y si todos estuvieran como él pero no se dieran cuenta?, pensó mirando las manchas de la pared que formaban rostros barbudos y animales mezclados, como gatos con cara de toro…

   Pasó la mano derecha por su brazo flaco. Sintió la piel fría, como pellejo, como la piel de su abuela cuando  la apretaba, cuando la sacaba a dar un paseo en la silla de ruedas con su hermana, a la plaza Simón Bolivar, y mientras la anciana miraba los columpios, con los ojos perdidos entre arrugas, tratando de verse reflejada en los niños columpiándose, ellos preparaban el cigarrillo de marihuana.

   La lucecita del equipo parpadeo. La voz de Layne Staley quedó contaminada con estática. No sintió ganas de pararse y darle golpes. Siempre era lo mismo, como una serpiente comiéndose la cola, volviendo cada vez que se había ido el efecto.

   Dándose vuelta en la colchoneta escuchó por la ventana los ruidos de la calle; bocinas, pelotazos que golpeaban una reja metálica, gritos, garabatos mezclados; volvió a sus pensamientos, a eso de que todos estuvieran como él pero no lo supieran. A caso  su hermana no era igual, con sus enloquecidas visitas al mall, donde la tarjeta de crédito la drogaba… a caso esos viajes  a Brasil no eran para sacarla de su insoportable levedad, de  lavar ropa y encontrar en los bolsillos de su marido, números de teléfonos anotados a la rápida… respiró sonriendo, imaginando a su hermana en las reuniones de sus hijos, tratando de convencer a la profesora que las bajas notas del  mayor eran simple flojera, y no por las constantes peleas con su marido, por las agresiones, por sus frecuentes visitas al sicólogo… “ Terminaras como tu tio ”Lo amenazaba ella.

   Apretó la mano en su brazo, lo rodeo sin problemas; la empezó a subir y bajar, frotándola, tratando de provocar calor,  sentir el cuerpo, de no tener la sensación que estaba envuelto en una mortaja invisible, encerrado, atravesado por alfileres, hormigas que alguien deslizaba a través del cuello, por su espalda.

   Miró la mancha más grande de todas las que había contado en la pared, se parecía al abuelo de Heidi, el abuelo de los dibujos animados, esos dibujos que cuando los encontraba en algún canal de televisión lo transportaban a una pieza más grande y limpia, a la canción Felicidad de Al Bano y  Romina Power que salía del tocadisco de su mamá, que la entonaba desafinada pero con sentimiento, siempre antes del almuerzo… cerró los ojos y tarareo Felicitá E tenersi per mano, andaré lontano, la felicitá…   É il tuo sguardo inocente in mezzo allá gente, la felicitá.

   Heidi se había salvado del vicio gracias a su viaje a las montañas, criándose entre cabras, su perro Niebla y leche fresca, junto al pan con queso derretido que el abuelo nunca dejaba de poner en la mesa.

   Pasó la lengua por la boca, sintiendo los diminutos pedazos de los labios secos; sintió los pelotazos, un pito a lo lejos, futbolistas de la tarde, corrían, gritando para llegar a la casa cansados… era también otro tipo de droga. Se puso de espaldas cruzando los brazos, apretándolos contra el pecho; por la radio salió una voz anunciando alerta ambiental… le dio vuelta a eso,  alerta, a la falta de aire, en ahogarse, que se ahogaran, que todos se quedaran sin aire al mismo tiempo, como los dinosaurios. Sí, los dinosaurios debieron quedarse todos al mismo tiempo sin oxígeno,  también ciegos, encandilados, solo un gran fogonazo, después nada, huesos escarchados con tierra, películas donde  comían gente.

   Un espasmo recorrió su cuerpo desde el estómago, un temblor que lo hizo sacudirse mientras otra mancha parecía una lagartija con caparazón, como las que hacía en el colegio donde se escondía con Soledad, para tomarse la botella de whisky Sandy Mac Donald  que le robaba a su papá. 

  Se colocó de costado subiendo las rodillas hasta el pecho para tratar de amainar los temblores; otra mancha se parecía al papá de Soledad, sí, bajo, gordo, con su bigote de ex paco… no pudo evitar una risa nerviosa al recordarlo, al pensar que su superioridad en verdad era deseo; sentía ganas de meterse con su hija, así le había dicho Soledad cuando pasó a buscarla a su casa. Dio una arcada que le hizo estremecer la garganta.

   Miró la lucecita del equipo musical, miró el suelo, unos cuadernos, la biblia que había sacado de la cómoda de su mamá la noche que arrancaron con Soledad; había leído algo antes de sacar las hojas para envolver los cilindros de marihuana. Cerró los ojos, escuchó, recordó… los cantos aprendidos en el colegio, en la capilla, recordó lo leído en la Biblia, a Lázaro, como se había levantado de la muerte, cómo alguien podía volver de la muerte y para qué; alucinó que era capaz de levantarse, romper el ataúd, salir al encuentro…. Ahí se quedó, no podía caminar al encuentro de nada.  Cerró los ojos y apretó la boca tratando de no gritar el nombre de ella, tratando de esconderse en la canción de Bowie que salía por los parlantes … I, i Will be King and you, you be queen, para no encontrar la imagen de Soledad, flaca, ojerosa, con los pantalones de mezclilla rotos, deambulando en la Santa Anita, tratando de convencer al “Chico” para que le diera otros papelillos, convencerlo con lo único que le quedaba… no pudo más y gritó, dijo apúrate soledad, apurateeee; la vio corriendo  entre los block, levantando la mano para pedir algo de plata en la esquina de la amasanderia de don Juan, ofreciéndose a quien más rápido pagara, la vio metida, escondida entre los brazos del Chico, cerrando los ojos y siendo apretada, movida, saboreada en su delgadez, con su piel salada.

   De improviso se sentó, empezó a moverse de arriba abajo, apretando las manos en el estómago, rogando, pidiendo a no sabía quién que su novia lograra sacar algo. 

   Hubo un tiempo en que Soledad podía atravesar cualquier cosa, hubo un tiempo en que bailaba en la oscuridad, era capaz de bailar en tinieblas, lo hizo cuando su papá la rondaba, lo hizo cuando se les acabó la plata, cuando las noches se alargaron y poco a poco fueron cayendo a las canchas, entre rucos de cartón; ella era capaz de bailar entre calamidades, nunca lo había decepcionado, incluso cuando el oxígeno parecía desaparecer y las murallas se llenaban de rostros, animales, viejos de humedad y mugre.

   Levantándose escuchó otro locutor que pedía donadores de sangre para un tal lito, con urgencia. Lo antes posible; avanzó por el pasillo del departamento, fijándose en las paredes que cuncuneaban en su mente, sintiendo  frío, nudos en el escaso vientre. Llegó  a la segunda pieza, solo tenía dos, la abrió, miró la tele sobre un mueble, la silla de ruedas, la abuela frente a la pantalla. Le acarició las canas, miró la bolsa de suero conectada al brazo. Ambos estaban secos, vacíos. Un olor a descomposición, como a carnicería sin lavar, encerrada, se metió en su nariz. Cambió la tele. La vendería, cómo a Soledad no se le había ocurrido venderla; “ Me voy a llevar tu tele, abuela, pero después” gritó mirándola, seca, helada, con los ojos que no pestañeaban, con los dedos pálidos aferrados a la silla de ruedas, con una mueca de espanto, petrificada, con venas vacías.

   Volvió a la pieza, trató de acordarse. Sí, hacía un mes, había llegado al departamento de la abuela. Después la enfermera. Se acordó, la enfermera. Se detuvo y entró al baño. Corrió la cortina de la ducha. La mujer se encontraba en el suelo, con su traje blanco, con el cuello morado, herido. Los ojos abiertos. ¿ Por qué no se quedó quieta? Tenía que gritar y gritar, amenazar con llamar a los pacos, pegarle a soledad… cerró la cortina.

   Regresó a su colchoneta acordándose de la última vez que vio a su madre, detrás de la ventanilla del taxi. Camuflada, mirando hacia otro lado, quitándole la vista. Gritó por Soledad y su mamá, también ella estaba drogada, no se daba cuenta, pero estaba a punto del colapso, de sentir también, las hormigas por la espalda. Todos estaban drogados, a todos les dolían los huesos, a todos les molestaba vivir, incluso a los dinosaurios.

   Miró las manchas de la pared pero solo fueron manchas. La puerta sonó fuerte, miró a Soledad, agitada lo tomó de los brazos, agarraron la pipa de pvc que tenían en el suelo. Él agarró el encendedor. Trató de contarle a ella que una de las manchas de la pared se parecía a su papá. Soledad sonrió, alegando contra lo poco que le habían dado, lo pateados que estaban los papelillos y eso que había estado toda la tarde echada en  la cama, sirviéndolo y sirviendo a los amigos del Chico. Él aspiró, sintiendo un gran fogonazo, echándose hacia atrás, sintiendo que se estaba quedando sin aire, como los dinosaurios.

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